viernes, abril 21, 2006 

Parroquiana Distinguida


Eve Gil
La escritura: ese misterio cotidiano. Un texto autobiográfico

Foto: Rafael Landeros
Ahora que me lo preguntan, el proceso de la escritura nunca ha dejado de ser un misterio para mí. Me vienen a la mente los términos impulso, deseo, necesidad, miedo, pero no consigo explicarlo. La única certeza que tengo es que el ejercicio de la escritura me sedujo desde muy temprana edad, y que en un principio fue un juego que poco a poco se fue convirtiendo en vicio, y que tras un proceso de maduración particularmente doloroso, fue adquiriendo dimensiones de responsabilidad, hasta convertirse en una vocación. Recuerdo que en una de mis primeras incursiones por un taller literario —tendría yo 19, 20 años—, fui objeto de una severa reprimenda por parte de la coordinadora cuando, al preguntarnos a todos los presentes por qué escribíamos, yo respondí que lo hacía para desahogarme. Aunque no era exactamente así (creo que hablé demasiado a la ligera), pues ese “desahogo” me demandaba rigor y disciplina, es decir, lo que yo escribía eran novelas, o intentos de novelas, no cartas ni diarios, la señora aquella casi me corre por mi falta de seriedad para con el ejercicio literario.
Lo cierto es que entonces no escribía para nadie, es decir, no aspiraba a ser leída. Escribía para mí misma. Eso no ha cambiado. Sigo escribiendo para mí misma (estoy convencida de que en cuanto se empiece a escribir para alguien, se pierde la espontaneidad, se deja de ser genuino para convertirse en una especie de bufón), sin embargo, al convertirme paulatinamente en una lectora más y más exigente, me vuelvo consciente de que debo de satisfacer a esa lectora que me habita y que no se va a conformar con cualquier cosa. Al madurar como lector, necesariamente se madura como escritor. Aunque ello implique que el ejercicio que tan placentero me resultaba en mi juventud se haya convertido en un oficio absorbente, grato, sí, pero para nada complaciente. El escritor trabaja en función del lenguaje y no a la inversa, dice muy atinadamente Luisa Valenzuela.
Nunca tuve un ritual establecido para escribir. Dejo que las cosas salgan como tienen que salir. La espontaneidad es parte inherente de mi trabajo. Sin embargo, hay algo que me distingue de la mayoría de los escritores de mi generación, y es que me siento desnuda ante la pantalla de la computadora sin un manuscrito de por medio. Empecé a usar computadora en 1990, por exigencias de la universidad, y desde entonces no consigo superar mi terror ante la pantalla en blanco, que antes era negra —cosa que no me sucede con la página, que ha de ser literalmente blanca pues no soporto escribir sobre renglones—, que me produce un vértigo semejante al de una alberca profunda. Necesito estar armada antes de bucear en ella, sentirme protegida en más de un aspecto, no sólo contra su insondable blancura que me hace sentir perdida, sino contra una probable falla técnica: un corto, un apagón, un error interno del sistema. Olvido estar guardando, como lo exige el protocolo (del mismo modo que me olvido de pestañear mientras leo y lo que, según mi ofatamólogo, me genera una conjuntivitis crónica), así que tener a la mano una versión manuscrita es mi antídoto al miedo irracional que me produce la tecnología. Del mismo modo que otros coleccionan estampillas, discos o zapatos, yo colecciono libretas y plumas. Para mí, la escritura va acompañada de fetiches (los accesorios antes mencionados); sin tinta y papel de por medio, no siento que esté escribiendo de verdad. Transcribirlo en la computadora es un trámite necesario, nada más.
No tolero el silencio mientras escribo. Pero tampoco el ruido. Si acaso, el murmullo característico de un café. Me declaro del club de Hemingway, Miller, Vila Matas y Gidé: soy escritora de cafés. Ojo: no cualquier café. Obviamente tengo mis favoritos, “mis oficinas”, como el Café La Habana (que era la misma “oficina” de Roberto Bolaño), y la cafetería de la Ghandi clásica (“vieja”, la llaman algunos), dependiendo lo que esté escribiendo. Cuando trabajo en la computadora, es decir, cuando transcribo, pongo una música afín a lo que escribo: el rock de los 70 ambientó mis sesiones de escritura de Hombres necios; la música de mi adolescencia (tempranos ochentas) me acompañó durante la redacción de Réquiem por una muñeca rota, por ejemplo. Actualmente me valgo de Wagner para ambientarme en un recinto alemanizado, siniestro y misógino.
No puedo concluir un texto sobre mis métodos de escritura sin mencionar lo fundamental: la lectura. Aunque por mi trabajo periodístico debo leer determinados libros que no siempre me gustan (aunque soy de los que piensan que cualquier libro, por malo que sea, aporta algo), alterno estos con otros relacionados con lo que escriba en este momento, así que Nietszche, Freud, Kristeva, Crowley, Goethe, Mann y Jelinek forman parte de mi mesa de noche. Además, soy de los convencidos de que hay que “recalentar motores” cada cierto tiempo, por eso siempre tengo a la mano a autores fundamentales para mí como Virginia Woolf, Flaubert, Auster y Kafka.

por Eve Gil
http://evegil.blogspot.com/

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